“Si la realidad es inconcebible, debemos entonces forjar conceptos inconcebibles”. - Georg Wilhelm Friedrich Hegel
Los recientes actos terroristas perpetrados por Hamás en la Franja de Gaza y la respuesta militar de Israel han reavivado un debate polarizado, uno que trasciende las fronteras y repercute en discursos y manifestaciones alrededor del mundo. La caracterización de Israel como un “poder colonial opresivo” por algunos círculos intelectuales de Occidente, en respuesta a su derecho a ejercer su autodefensa contra la organización política y militar islamista sunita palestina desde el estallido de la guerra en Gaza, subraya una división profunda en la percepción y comprensión del conflicto israelí-palestino.
En primer lugar, es crucial reconocer la complejidad del contexto en el que se desarrolla este conflicto. La narrativa popular, que a menudo simplifica la situación a una de opresor y oprimido, no hace justicia a la realidad multifacética en el terreno. Las manifestaciones en Europa, Estados Unidos, Canadá, que siguieron a la ofensiva militar de Israel reflejan una sensibilidad hacia la causa palestina, pero también revelan una falta de comprensión de la dinámica interna de la región.
Contrario a lo que se cree comúnmente en algunos sectores antisemitas, la minoría palestina de Israel no muestra un deseo unánime de ser “descolonizada”. La encuesta del Instituto de Democracia de Israel señala que una proporción significativa de palestinos israelíes (70%) muestra simpatía hacia el Estado judío, un aumento notable desde el 48% registrado en junio, antes del estallido de la guerra. Este sentimiento, que ha ido creciendo desde 2003, refleja un avance significativo hacia una integración y aceptación nacional más profundas. Esta evolución es especialmente pronunciada entre los jóvenes, lo que demuestra un cambio notable en las percepciones sobre la ciudadanía y la identidad nacional. Además, esta estadística desafía la noción de un antagonismo absoluto entre los palestinos y el Estado de Israel, destacando la diversidad de opiniones dentro de la comunidad palestina.
Además, la historia del conflicto está llena de oportunidades perdidas y decisiones cuestionables por ambas partes. Ejemplos notables incluyen el rechazo de Yasser Arafat a los parámetros de paz propuestos por Clinton en 2000 y la respuesta del entonces jefe negociador de la Autoridad Palestina, Saeb Erekat, a la oferta de 2008 que ofrecía “el 100% del territorio” y una capital en Jerusalén Este a los palestinos.
Estos dos hechos demuestran la complejidad de las negociaciones de paz y la dificultad de alcanzar un consenso. En 2008, el argumento fue “¿Por qué deberíamos apresurarnos después de toda la injusticia cometida en nuestra contra?”
El rechazo palestino, aunque refleja la frustración y la ira por las injusticias percibidas, ha tenido consecuencias de largo alcance, contribuyendo al estancamiento del proceso de paz y alimentando la polarización entre árabes e israelíes. Han impulsado sin darse cuenta el ascenso de la extrema derecha fundamentalista de Israel. Además, la negación por parte de Hanan Ashrawi, exmiembro del Consejo Legislativo Palestino y de la delegación de las conversaciones de paz, sobre la masacre de Hamás el 7 de octubre -el día más mortífero para los judíos desde el Holocausto-, y las acusaciones de que “Estados Unidos es ciertamente un socio en el crimen de Israel”, solo sirven para fortalecer la espiral de crisis en la Franja.
Para los globalistas, Israel es el último opresor colonial, los pecados del imperialismo occidental se desvanecen en el fondo. Este conflicto, sin embargo, no es una réplica de las luchas coloniales del siglo pasado. Comparaciones con la lucha de liberación de Argelia y Vietnam, aunque tentadoras, son un reduccionismo. Los israelíes, a diferencia de los colonos franceses, no son foráneos en el sentido estricto, sino que tienen raíces históricas y religiosas profundas en la región.
Si Israel fuese realmente el Estado colonial “creado artificialmente”, como se dice frecuentemente, no habría podido mantenerse durante tanto tiempo: 55 años en territorios ocupados y 75 años como nación. Sin embargo, Hamás cree firmemente que Israel, al igual que el Reino de Jerusalén -un Estado de las cruzadas- en el siglo XII, finalmente se derrumbará.
El enfrentamiento entre Israel y Palestina puede compararse con una tragedia en el sentido hegeliano, que implica la reconciliación del conflicto mediante la superación de diferencias, dado que ambas partes presentan demandas legítimas. Para alcanzar una paz duradera y significativa es necesario trascender las interpretaciones simplistas y apreciar plenamente la complejidad de esta situación. A corto plazo, esto significa enfrentar las consecuencias humanas y materiales del conflicto actual, mientras que a largo plazo se requiere un entendimiento amplio y detallado para establecer una paz permanente que permita superar el choque entre la civilización occidental y la islámica.
Paralelamente, la disputa entre Venezuela y Guyana por el Esequibo refleja una situación similar donde el nacionalismo y la política deben ceder paso a la solución legal. En Venezuela, el uso del nacionalismo para resolver la disputa podría marcar el declive del régimen de Nicolás Maduro, dada la profunda crisis social, cultural y económica que ha causado su autocracia.
En conclusión, tanto en el caso del prolongado conflicto israelí-palestino como en la disputa territorial entre Venezuela y Guyana, emerge una lección crucial: la resolución efectiva y sostenible de estos conflictos requiere un enfoque que vaya más allá de la retórica polarizante y los argumentos reduccionistas. Es imperativo adoptar una perspectiva que reconozca la complejidad y las múltiples dimensiones de estas situaciones. En lugar de perpetuar ciclos de violencia y antagonismo mediante respuestas impulsadas por emociones o ideologías simplistas, se debe fomentar un diálogo basado en la comprensión, la empatía y el respeto por la diversidad de experiencias y percepciones. Solo entonces podremos avanzar hacia soluciones duraderas que no solo aborden las causas superficiales de estos conflictos, sino también sus raíces más profundas, fomentando un futuro más pacífico y justo para todas las partes involucradas.