Líderes de veintitrés países del hemisferio occidental asistieron a la IX Cumbre de las Américas la semana pasada, centrada en “Construir un futuro sostenible, resiliente y equitativo”.

La Cumbre buscaba la cooperación en torno a los retos compartidos, como la recuperación económica, el cambio climático, la salud y la migración. Es la agenda progresista de la “izquierda vegetariana” que impulsa la administración estadounidense de Joe Biden (2020-2024) nacional e internacionalmente. En ella replantea el Consenso de Washington (1989) ―estabilización macroeconómica, liberalización comercial, reducción del Estado y expansión de las fuerzas del mercado dentro del país― en favor de políticas que buscan aportar nuevas normas al comercio internacional y utilizar la inversión pública para abordar cuestiones como la desigualdad de ingresos.

El nuevo enfoque propuesto, basado en el Consenso de Cornwall, utiliza el poder de los acuerdos internacionales para crear normas laborales compartidas y de alto nivel; establece compromisos sobre energía limpia y objetivos de descarbonización; desarrolla sistemas para construir cadenas de suministro globales más resistentes; y asume un enfoque compartido de los regímenes fiscales corporativos y anticorrupción.

La “izquierda carnívora” ―no cree en la reforma sino en la revolución, desconfía de la democracia burguesa y quiere ir reemplazándola lentamente por un sistema de concentración enorme de poder que va erosionando la propiedad privada y que evidentemente ve la libertad de prensa como una amenaza―, representada en esta Cumbre por el canciller de México y el presidente de Argentina, se enfocaron en reclamar la exclusión de tres de sus miembros fundamentales: Cuba, que reiteró no volver a la OEA en 2009; Venezuela (Nicolás Maduro) y Nicaragua, que se retiraron del organismo regional en 2017 y 2021, respectivamente. Esta “izquierda carnívora” no tuvo interés entonces en evaluar y discutir las oportunidades e iniciativas planteadas por el anfitrión, Estados Unidos.

Sigue anclada en los siglos XIX y XX, cuando Simón Bolívar, el Libertador, proclamó que “Estados Unidos parece destinado por la providencia para plagar la América de miseria en nombre de la libertad” y Porfirio Díaz, presidente de México desde 1876 hasta 1911, refirió: “Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”.

Además, los recuerdos de la Guerra Fría del apoyo por parte de los gobiernos estadounidenses a regímenes dictatoriales latinoamericanos que enfrentaron la guerra de guerrillas marxistas-leninistas, no han sido superados por la izquierda carnívora del continente.

En el último lustro del siglo XXI, Estados Unidos ha dejado de ser el policía del mundo, de imponer por la fuerza la democracia. La experiencia de Afganistán refuerza esta política estadounidense. Porque el apoyo a Ucrania en la guerra del Kremlin es una lucha por la defensa de los valores de Occidente contra la imposición de la nostálgica visión imperial de Vladimir Putin. Además de pasarle la factura de su supuesta injerencia en la elección presidencial estadounidense de 2016. La derrota de Hillary Clinton fue muy dolorosa para el Partido Demócrata, por lo que tarde o temprano ocurriría la revancha. La Casa Blanca, indicó el secretario de Defensa, Lloyd Austin, se ha propuesto “debilitar a Rusia hasta el punto de que no pueda hacer el tipo de cosas que ha hecho [hasta ahora para socavar la democracia y los valores de la cultura occidental]”.

Un evento con una visión similar a la de la Cumbre ocurrió hace tres semanas en Japón. La administración Biden se reunió con Australia, Brunéi, India, Indonesia, Japón, República de Corea, Malasia, Nueva Zelanda, Filipinas, Singapur, Tailandia y Vietnam ―representan 40% del PIB mundial― para lanzar el Marco Económico Indo-Pacífico para la Prosperidad (MEIP).

Los gobiernos del MEIP creen que gran parte del éxito en las próximas décadas dependerá de la forma en que aprovechen la innovación ―especialmente las transformaciones que se están produciendo en los sectores de la energía limpia, digital y de la tecnología―, al tiempo que fortalecen sus economías contra una serie de amenazas, desde las frágiles cadenas de suministro hasta la corrupción y los paraísos fiscales.

El marco se centra en cuatro pilares clave: la economía conectada, la economía resiliente, la economía limpia y la economía justa que permite establecer responsabilidades de alto nivel para consolidar el compromiso económico en la región Indo-Pacífico.

Los gobiernos del MEIP alinean sus esfuerzos para reducir la desigualdad con el mismo vigor en el ámbito internacional que en el nacional; mientras que los gobiernos latinoamericanos se aíslan, fortaleciendo el proteccionismo, buscando agendas bilaterales. Y en la Cumbre de las Américas perdieron la oportunidad de elaborar un marco económico para la región. Se enfrascaron en una lucha entre izquierdas, “la carnívora” contra “la vegetariana”, con lo que seguiremos teniendo décadas perdidas en las que “la desigualdad seguirá siendo endémica en América Latina y la mayor del mundo”.



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