“Un ejército victorioso gana primero y entabla la batalla después; un ejército derrotado lucha primero e intenta obtener la victoria después.” – Sun Tzu

En el complejo panorama político internacional, pocos conflictos contemporáneos ilustran de manera tan clara un “juego de guerra” como la crisis en Venezuela. Este marco analítico permite desentrañar las dinámicas de poder y los movimientos estratégicos de los actores involucrados, revelando tanto las intenciones que guían sus acciones como las posibles consecuencias de sus decisiones.

El conflicto venezolano es protagonizado por tres actores clave con intereses profundamente divergentes. En primer lugar, el régimen de Nicolás Maduro, que ha manipulado el proceso electoral y ha utilizado el Tribunal Supremo de Justicia y la judicialización política con el objetivo de perpetuar su poder. Esta estrategia es un clásico ejemplo de la política autoritaria, en la que las elecciones no son más que una herramienta para mantener una fachada de legitimidad mientras se reprime cualquier desafío real.

Frente a Maduro, las fuerzas democráticas venezolanas, liderada por figuras como María Corina Machado y Edmundo González Urrutia, desempeñan el papel del desafiante. Su misión ha sido clara: documentar y denunciar las irregularidades del proceso electoral para deslegitimar al régimen, no solo ante el pueblo que salió a votar el 28J y conoce el contenido de las actas de escrutinio que Maduro y todos los poderes “serviciales” han querido ocultar, sino ante la comunidad internacional, lo que traería como consecuencia el reconocimiento de los resultados electorales y el apoyo necesario para lograr el cambio deseado. Sin embargo, la lucha de la oposición es ardua, impulsada por la verdad, la disciplina y el amor. A pesar de la organización y movilización ciudadana, tanto dentro como fuera del país, corre el riesgo de ser silenciada o marginada si el respaldo internacional no es contundente.

El tercer actor en este escenario es la comunidad internacional, con un enfoque particular en la administración Biden-Harris. A pesar de su capacidad para influir significativamente en la situación a través de sanciones y presión diplomática, hasta el momento ha preferido estar detrás de bambalinas, dejando a los gobiernos de México, Colombia y Brasil liderar la solución sobre el golpe electoral a la soberanía popular. Esta actitud genera incertidumbres sobre su compromiso con la restitución de la democracia en Venezuela, especialmente en un contexto donde cada día que se pasa gobernado por Maduro, el sufrimiento del pueblo venezolano se profundiza.

Ante un rechazo tan abrumador, incluso en regiones que eran bastiones del chavismo, el candidato a la reelección se apuró en cumplir lo que había advertido de que no entregaría el poder ni por las buenas ni por las malas. Para distraer la atención de lo ocurrido montó una ópera bufa y acudió al TSJ para robarse la elección, intimidar y violar los derechos humanos, pero la oposición demuestra su ilegitimidad de origen con la presentación de las actas e informes de los observadores del Centro Carter y la ONU. Sin embargo, la respuesta de la comunidad internacional ha tenido, hasta ahora, un enfoque más flexible y abierto al diálogo, reflejando una aprensión comprensible a las posibles repercusiones de una línea dura, como el aumento en la migración venezolana. Este temor, aunque válido, no puede justificar la inacción frente a una dictadura con mano de hierro en Venezuela.

Al analizar los posibles movimientos estratégicos, se observan varias opciones. Maduro seguiría endureciendo las medidas represivas y buscaría fortalecer sus alianzas internacionales con actores como Rusia o China para contrarrestar las sanciones de Occidente. La oposición, por su parte, intensificaría sus esfuerzos para seguir movilizando a la comunidad internacional y la lucha no violenta, formando coaliciones contra el madurismo más amplias tanto dentro como fuera del país y utilizaría la desobediencia civil para aumentar la presión interna. Mientras tanto, la comunidad internacional, especialmente Estados Unidos y sus aliados, enfrenta un dilema crucial: escalar la presión sobre el régimen de Maduro mediante sanciones individuales y económicas más severas, como la revocación o suspensión de la licencia de Chevron; o continuar con una postura moderada, preocupados por el supuesto impacto de las medidas que podría desencadenar una crisis migratoria masiva.

Cada una de estas opciones conlleva riesgos significativos. Mantener la represión y el control social engrosaría la lista de crímenes de lesa humanidad del régimen de Maduro y afectaría directamente sus fuentes de financiamiento como consecuencia de la caída de la exportación de “crudo de sangre”. Ante esta realidad buscaría la ayuda de regímenes dictatoriales como Rusia, China e Irán. Para la oposición, la falta de un apoyo internacional contundente podría acabar consolidando el poder de Maduro que está en sus últimas etapas, habiendo perdido contacto con la realidad. Por último, para Estados Unidos y sus aliados, un fracaso del aumento de la presión desataría una crisis migratoria de gran escala, pero la inacción perpetuaría la crisis humanitaria y la desestabilización regional.

La comunidad internacional debe adoptar una estrategia más contundente, similar a la empleada contra Putin cuando invadió Ucrania en febrero de 2022. Debería realizar un “ataque preventivo”, en forma de sanciones severas para evitar un mayor deterioro de la situación en Venezuela. No obstante, este enfoque no está exento de riesgos, entre ellos una posible escalada del conflicto y consecuencias humanitarias no deseadas. Sin embargo, la alternativa de dejar pasar podría ser aún más peligrosa, beneficiando a Maduro y aumentando la miseria de la población venezolana.

La situación en Venezuela es, sin duda, un conflicto de alta complejidad en el que las decisiones de cada actor tienen consecuencias estratégicas profundas. En la defensa de la soberanía popular, el tiempo es crucial y la inacción solo perpetuará la crisis. La comunidad internacional debe actuar oportunamente con determinación y firmeza para restituir la democracia en Venezuela y reafirmar la esperanza de un pueblo que ha sido sistemáticamente privado de su derecho a un futuro libre y próspero. La libertad y la democracia en Venezuela no son solo un objetivo demandado por la gran mayoría del pueblo venezolano -67% votó por un cambio-, sino una necesidad urgente para evitar un desastre humanitario aún mayor. Repito, la inacción no es una opción.



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