Cuando se evalúa la situación política venezolana bajo una perspectiva histórica, desde la caída de la dictadura de Pérez Jiménez, se observa que las relaciones normales de poder entre oficialismo y oposición coexistieron a lo largo de varias décadas.

Durante los primeros 34 años, un período influenciado por el enfrentamiento político, económico, social, ideológico, militar e informativo entre el bloque occidental capitalista liderado por Estados Unidos y el bloque del este comunista encabezado por la URSS –una tensión que se sintió en Latinoamérica con la crisis de los misiles instalados en Cuba en 1962 –, los partidos de la socialdemocracia (AD) y el socialcristianismo (Copei) siempre fueron gobierno frente a los movimientos alineados con el régimen soviético. Fue un lapso en el que se planificaron más de 13 intentos de golpes de Estado, según la abogada Thays Peñalver.

En este tiempo de altos y bajos, lo que se conocía como la partidocracia –AD, Copei y parte de la izquierda– convivió democráticamente con las diferencias que representaba cada proyecto político. Esta forma de gobernanza favoreció el desarrollo de políticas públicas que permitieron el progreso del país resultante de un Estado rentista, más no su desarrollo económico.

La caída del muro de Berlín en 1989 –dos décadas después de la pacificación política de Venezuela (Rafael Caldera I)– y la disolución de la Unión Soviética en 1991 pusieron fin al mundo bipolar, dejando como poder hegemónico global a Estados Unidos: el capitalismo y la democracia liberal.

En el momento que se creía en “El fin de la historia y el último hombre”, la democracia en Venezuela fue herida gravemente por los golpes militares frustrados de 1992 (4 de febrero y 27 de noviembre) –en el primero participó el teniente coronel Hugo Chávez, entre otros militares–.

Vemos entonces que el fin de la Guerra Fría no fortaleció el bipartidismo AD-Copei, sino lo contrario, dejaría de ser eje central de la democracia venezolana. Tanto Carlos Andrés Pérez en 1988 como Rafael Caldera –el candidato eterno– en 1993 se enfrentaron a sus partidos para ser presidentes por segunda ocasión. Fueron presidentes siendo outsiders –Pérez en ese momento no formaba parte de las élites de AD y Caldera representaría un candidato antisistema–.

Después de esto, Copei dejaría de ser la otra cara del bipartidismo. El “pase a la reserva” de Caldera ante el triunfo de Eduardo Fernández por la candidatura presidencial en 1987 y su separación paulatina del partido que él fundo en 1946 y condujo durante más de 30 años contribuyó a ello. Evidenciado en la doble candidatura presidencial socialcristiana en diciembre de 1993.

En la década de los noventa el bipartidismo se desvanece, favoreciendo el resquebrajamiento del sistema democrático en Venezuela. Los dos partidos mayoritarios son socavados por “el chiripero” (partidos menores y movimientos minúsculos de tendencia progre). Y, durante la segunda presidencia de Pérez, gran parte del liderazgo político del país fue asumido por un grupo de intelectuales conocidos como “los Notables” –algunos vinculados supuestamente con el golpe de 1992–.

En 2001, el ataque terrorista a las Torres Gemelas de Nueva York cambió el mundo al dar pie al surgimiento de un mundo multipolar. Un fenómeno en permanente proceso de transformación.

En esta nueva realidad, la ideología política y el interés económico que unía a los países de los bloques de Occidente y del Este hasta 1991 se transforma por “un choque de civilizaciones”. La fe y la familia, la sangre y las creencias son aquello con lo que la gente se identifica y por lo que luchará y morirá.

La democracia liberal occidental deja de ser el ideal de gobierno para los Estados-nación de otras civilizaciones. China es su mejor exponente. “Sus dirigentes están cada vez más seguros de que su modelo de capitalismo de Estado tecnoautoritario es superior a las disputas partidistas, el cortoplacismo e individualismo que ven en el mundo democrático occidental”.

En Venezuela, la década de los noventa desemboca en el “autoritarismo competitivo”, manteniendo el mismo Estado rentista. En esta ocasión, el progreso, observado entre 1960 -1988 con el fortalecimiento de la clase media, ha sido desplazado por la “somalización” del país, como lo señaló mi amigo David Morán en 2017.

Por lo que restituir la democracia en Venezuela requiere de la alineación de la civilización occidental con las fuerzas democráticas internas (partidos y movimientos políticos, sociedad civil, y ONG) en todas las esferas de acción, a nivel local e internacional. Lo contrario favorecerá el modelo de la civilización china que “creen haber encontrado la manera de unir la autocracia con la tecnocracia, la opacidad con la apertura y la brutalidad con la previsibilidad comercial”.

Así que las democracias liberales de Occidente tendrían que estar más atentas que nunca al desafío que supone restituir la democracia en Venezuela. Ahora tienen que dar una respuesta y preparar sus defensas para la lucha en la que se encuentra –deberían ser más conscientes que nunca del reto que supone–.



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